23 julio 2008

Los caballeros miopes

Lo mejor será suponer que se trata de la misma persona y sospechar también que hablaremos de un hombre: las historias de agresiones en los museos no suelen incluir mujeres enardecidas. Me imagino que el sujeto llegó sin compañía, sereno y dispuesto, y salió deprisa, molesto y heroico, agredida la mirada. Luego supongo, en medio del ciclo, una pluma y un dedo.

Durante años he discutido con mis alumnos y amigos la estrecha relación entre los géneros y el uso del lenguaje. No es una sola charla, porque el tema es potencia dialógica y amplia sobremesa: la apropiación de las palabras, la coacción velada de los discursos tradicionales, la ingenuidad de no cuestionar nuestras prácticas, la complicidad del silencio. Muchas noches y muchas clases. También bastante humor negro y juegos ácidos sobre las incongruencias del cliché de rol y la vida cotidiana.
De estas conversaciones surgió hace meses la invitación a debatir visualmente distintos aspectos de la misoginia y el lenguaje. Se trataba, sobre todo, de presentar un juego de piezas desde lo masculino que adoptara frases comunes sobre el rol y conducta de la mujer en México. No deseaba tomar elementos de la gráfica popular mexicana, con ilustraciones salidas de Sensacional de Traileros o de carteles de películas viejas de ficheras: quería algo conceptual, en el buen sentido del término, objetos disonantes, algo que estableciera una relación entre la frase sexista, peyorativa y “caliente” y una pieza adusta y práctica en su elaboración y material, pero intensa en el uso de colores. Por ello el mínimo de detalles y formas orgánicas, más relacionado estereotípicamente con lo femenino. Por ello el uso del metal y artilugios mecánicos, como elementos fríos y lógicos impuestos sobre una idea que minimizaba a la mujer. Se trataba, sobre todo, de un ejercicio de semiótica y un sondeo de recepción en una ciudad que suelo señalar como incongruente en sus distintas buenas costumbres.
De estos planes surgió Mami: misoginia y otros placeres, presentada en Casa Museo López Portillo durante el mes de abril de 2008. De aquí surgió la pluma y el dedo. También la nostalgia de un autor que aún no conozco.
En realidad en aquellos días mi atención no se colocó en la posibilidad del rechazo: lo esperaba de hecho: divertido, dialéctico. Más como una exposición de producción cultural desde la perspectiva del género que el lucimiento de objetos con la muletilla “arte”. Esperaba el reclamo o el signo de dudas, el llamado activista o el retiro de piezas. Aguardaba cualquier reacción por acción válida: feliz de la vida. Lo que me preocupaba era el sentido de las piezas compartido. ¿Bastarían 9 ratoneras de campo pintadas de rosa para representar en conjunto la sustitución sin conflicto de vulvas en tiempos de carestía? ¿Un cubo de madera sellado, con cinco cerraduras que no abrían nada podría remitir al concepto de “mosca muerta”? ¿Un ataúd de metal con tres conos estratégicos puede señalar la utilidad simplista de las concavidades femeninas? ¿Soy un misógino que se dilata y caldea o soy el tipo que quiere ser moralmente incorrecto? ¿Amoral y correcto?
Para cerrar un poco más la brecha también escribí la hoja de sala como guía de intenciones:

Desconozco hasta qué grado soy un amigo de las vaginas como lo define cierto monólogo de Eve Ensler. Pero aquí, en confianza, te digo que me siento más seguro en y entre ellas.
Llevo años consciente del carácter misógino de mi lenguaje, de esta supremacía fálica de mis palabras. Tantas bromas entre los varones, tanto imaginario, tantas replicaciones de nuestra falta de tacto. Es tan cotidiano que apenas lo percibimos: fácil, zorra, mosca muerta, mamacita. Lo hacemos porque las deseamos, les tememos, nos desilusionan el morbo, les huimos la valentía, fantaseamos con no entenderlas. Sabemos acerca del poder de convocar poder sobre (dentro de) ellas. Dominamos nuestras palabras alrededor del falo y dominamos el lenguaje alrededor de sus vulvas. Cuando una mujer las domina se le trata de puta, sucia, casquivana y cascos ligeros (que no es lo mismo).
Afirma Certeau que tomar la palabra construye un espacio simbólico desde dónde defenderse, pero la mayor parte de mis amigas guardan en silencio las posibilidades lúdicas de su propia misoginia y se escudan en su vergüenza, su sentido de buen gusto, la opacidad de la costumbre. Pero no es el mismo “coño” el que menciona con descuido un hombre que el que convoca con seguridad mi hermana o mi madre. Si los hombres nos desdoblamos y el pene es un compañero al que halagamos y maldecimos, la sexualidad femenina debería tomar poder (mi ingenuidad me impide ver si ya lo han hecho) a través de la domesticación de nuestras propias frases peyorativas: pescado, agujero, bollo: Leviatán, Maelstrom, ostia carnosa. Al enojarse con nuestra miopía sólo alborotan el lado infantil donde el que se caldea pierde. Olvidan que, en el fondo, cuando trascendemos el carácter utilitario, somos púberes pasmados y arrodillados ante una bestia sagrada de la que renegamos por su hermetismo. En este sentido, esta exposición es una provocación y una invitación, pero también un juego de niños de representar visualmente nuestra ofensa/ignorancia/temor. Ambiciono sobre todo una mitología desde lo femenino que confronte el bastón de mando, el obelisco, la erección: los giros de Charybdis, los dientes de Escila, el horno del alquimista, la vagina dentada. Un campo de batalla discursivo donde circundar tenga tanto valor como penetrar: que me digas “yo te cubro, soy el papel que envuelve tu piedra: he ganado por el momento”. Me afano en que me digas, “si me ofendes de nuevo te muerdo con arrogancia.

¿Bastaba la invitación y el desafío? ¿Un llamado a una lucha de apropiación de palabras? Siempre supongo ingenuo que se entiende el juego: no suelo dejar espacio para los escotomas morales, ese lugar donde te es imposible ver la idea del otro aunque tengas el instructivo enfrente. Esta es la incisión por la que suelen entran las sorpresas. Luego, un dedo y una pluma de un autor anónimo enojado no dejan de ser predecibles.
Había una vez una pieza llamada Mis primeras letras: simple, divertida, pasajera. Intentaba jugar con la bifurcación del respeto entre la madre propia y la de los otros desde los primeros años de escuela. Estaba formada por dos pizarrones en serie: en el de arriba, con letra infantil y gis común, “mi mamá me mima”; abajo, “tu mamá es puta”.



De repente, la palabra quema: zoom moral: primer plano: es una puta que ya no es gis y ya no forma parte de la pieza: es una palabra ajena, en mayúscula caldeada: ofensiva: PUTA: enorme y caliente: y yo soy el héroe, el bienintencionado: mis ojos se duelen y mi dedo borra: PUTA, PUTa, PUt, Pu, p…
Soy el defensor de las damas de buena cuna, soy la salud curando espantos: soy un hombre: soy EL HOMBRE. Soy el caballero que la rescata del peligro y la devuelve a la casta torre; soy el soldado que utiliza una falange para alejar a la madre vieja de la vieja sucia. Porque si borro la palabra ya no existe y sólo queda el mimo, mi mami, la tuya limpia, el decoro. Cuánta responsabilidad en este mundo para los de buenas costumbres, cuánta carga ser decente. Cuánta razón en el nombre de la exposición: soy un niño bien portado que ha crecido bien portado. Mi mamá me mima si la escondo, si la dejo en el pedestal, si hablo por ella, pienso por ella, hablo por ella, borro por ella. Porque los caballeros las preferimos santas.
Luego la pluma después del dedo, porque es necesario que sepan que estuve aquí, aunque no firme, aunque sea anónimo. Para qué dejar mi nombre si represento la decencia, si lo que importa es mi enojo gráfico: “Qué corriente y bajo eres –escribo en su libro de mensajes-, más los de esta casa que permiten tanta bajeza; por qué no encueras a tu madre y exhibes basura”.
Me dicen que sólo es una estrategia de condescendencia, que me confirmo varoncito. Me dicen que compenso mi frustración de no ser el superhombre que mi única y válida educación convoca. Me dicen puritano con piel de lobo, pero no saben que la moral es selectiva, que es un estado de ánimo focalizado sobre lo que percibo como bueno, y son signos de bondad un dedo y una pluma, la cobardía en una sala sola.
Soy el caballero que sabe cómo serlo según mi madre beata. Soy el héroe de mis mejores cuentos de hadas. Sordo, miope, irreal. Misógino sin saberlo. Pero decente.

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